jueves, 7 de enero de 2010

Un dia cualquiera

Mientras me tiraba a aquella monja en el confesionario, recordé, que un día tuve novia. Me sentí tan vacío, que ni las caricias de una de las mujeres de Dios, me llenaban, aunque yo a ella si. Me subí los pantalones y la deje allí. Corrí a refugiarme a mi templo, abrí las pesadas puertas. Los suelos de mármol, abrillantados por varias derramas de líquido, sonaban graciosos cuando pasaba por encima. El monje, me sirvió sin que le pidiera nada, cosa que agradecí en forma de generosa propina. Burbon, delicioso sabor a madera en mi garganta, atronador trueno que acalla mis lúgubres pensamientos. Aquella mujer que tapaba al resto, no estaba a mi lado, y por mi culpa. Nada mas que hacer. Tragué el último trago de ese brebaje y salí a buscar bronca.

Mi muerte

Triste vida tengo ahora, nada quiero más que morir, todo en mi vida es nada, todo en mi vida es basura, ya no tengo nada, si es que alguna vez lo tuve. Todo esta perdido nada más que negra oscuridad. Ya no busco nada. Quiero morir despacio, siendo consciente de que soy arrancado de las garras de la vida, para poder despedirme de todas esas personas que tanto daño me hacen. No les cargo ninguna culpa, dado que yo solo me lo he buscado. Puede que dentro de un tiempo lea esto y diga “en que horas tan bajas estaba” y me ría. Pero también puede ser que este sea lo último que escriba, porque hoy por hoy solo pienso en reunirme con el fondo del Ebro. Creo que es él es el único que me acogerá con los brazos abiertos.

Nada más espero del mundo más que me destierre de él, como ya hiciera con amigos míos, y amigos de desconocidos. En mi prisión de la sociedad estoy y solo espero que huir. El puente me espera, el agua me reclama, la vida me expulsa.

Humanoide

Mi corazón latía tan fuerte que pensé que me delataría. No estaba nervioso, no, si no ansioso. Había planeado al detalle cada paso, y calculado cada imprevisto. Mi coartada era perfecta, mucha gente me había visto entrar a casa de mi madre y nadie me vio salir por la ventana del baño.

Estaba sentado en una silla, entre penumbra, afilando una navaja, fría y puntiaguda. Donde me hallaba, el no podría verme hasta que fuera demasiado tarde. El sonido de la fricción de la navaja contra la piedra era mi única compañía.

El sonido de una llave sonó en el bombín de la puerta. Mi pulso se aceleró y deje de afinar. Oí como se habría y con ello me preparé. La cerró delicadamente y avanzó despacio por el pasillo con las luces apagadas, en comitiva del sonido de sus secos pasos al andar. Me levanté sigilosamente de la silla y esperé a que pasara. “Hola” dije, él se sorprendió y antes de que pudiera reaccionar le hundí la navaja en el vientre. Trató de chillar, pero ya le había tapado la boca a la vez que le volvía a apuñalar una segunda vez, y una tercera, y una cuarta, así hasta que, su cuerpo sin vida, no se pudo sostener.

Encendí la luz para ver su rostro, me asusté. La sangre, que brotaba a borbotones de su abdomen, le había cubierto por completo.

Me sentía satisfecho por lo que acababa de hacer, se lo merecía, aunque fuera de una manera tan cruenta. Escondí la navaja en el compartimiento de mi zapato izquierdo. Fui a la habitación del pobre desgraciado, me puse una de sus camisas, y me calcé uno de sus pantalones. Busque en la chaqueta de mi hermano la llave de la puerta, y justo cuando estaba a punto de irme, se me olvidé que debía lavarme las manos. Pasé por encima del cadáver. Me dirigí al baño, y me enjaboné las manos a conciencia. Una vez hube hecho aquello, salí a la calle.

Una chica

Un rebaño ingente de gente apenas repara en ella. No es porque sea fea, su mirada perturbaría al más de los castos. Lo curioso de que nadie se fije en ella, es que va vestida de una manera muy llamativa. Botas altas negras, medias de rejilla, microfalda roja y un top blanco, que desnuda mas que tapar. Muchas personas le miran con asco y recelo, como si ella, que no molesta a nadie, fuera la peor delincuente.

Hoy no tiene ninguna compañera, esta sola. El móvil vibra en su diminuto bolso. “¿Si?....Si soy yo….Si cincuenta euros una hora….Si se donde está….vale mi amor, chao”.

Se dirige a la parada del urbano, saca la cartera para coger el bono-bus, y cuando la hace, no puede apartar sus penetrantes ojos negros, de la foto de su hijo. A si misma se dice “Pronto, mi niño, pronto volveré a estar contigo”. Sube. El autobús se aleja.

Una boda

Como de costumbre, tarde. No podía fallar. Ni aunque quedáramos en un bar, ni en una terraza, ni en el altar, llegaría a su hora. No pedía que viniese pronto, tampoco puntual, incluso me hubiera dado igual que hubiese llegado quince minutos tarde. Pero una hora, ¡Qué tía! De pronto todo se para. Las puertas de la iglesia se abren perezosas. Una seda de indescriptible blanco se adentra. Oigo mis propios latidos y trago saliva. Esa seda que la recubre, cae despacio desde la cintura hasta el suelo. Un vestido de palabra de honor. Labios que evocan tranquilidad y pasión. Ojos, esos ojos del color de la tierra manchados con un poco de hierva fresca me miran. Corro hacia ella. Me paro, la miro. “Lo siento” creo que iba a decir, porque ahora la beso.

Falsa esperanza

Una falsa ilusión de que tenía solución, empezó a cobrar fuerza en mi cabeza con cada minuto que pasaba. Mi corazón comenzaba a funcionar, que sensación tan extraña, hacía ya tiempo que no sabía lo que era un latido en el pecho. Le miré a los ojos en cuanto llegó. Ya no eran como antes, ya no tenían ilusión. Estaban tan fríos. No hizo falta que me dijera nada, mi corazón lo supo antes que yo. Le di un abrazo y me fui. Cerré la puerta tras de mí, me recosté en ella, y lloré.

Una noche de abril

Me despiertas. Estás desnuda y acostada sobre mi pecho. Rozas con tu lengua mi garganta y lentamente subes hasta que acaricias mis labios. Tomas mi cabeza con tus manos y me besas lenta pero apasionadamente. No se que hacer a parte de disfrutar de cada irrepetible instante.

Te separas un momento y me miras con esos ojos que, felizmente, me cautivaron en tu corazón para siempre. Sonríes. Coges mis manos y me haces un lento recorrido por tu cuerpo a la vez que vuelves a besarme. Lento y acompasado, al principio, comenzamos a hacer el amor, fogoso y apasionado terminamos.

Así, abrazados y sudados, uno frente al otro descubrimos que, en esta noche de abril, está lloviendo perezosamente. Despacio, protegidos por un edredón, nos acercamos a la ventana y miramos.

martes, 5 de enero de 2010

no se

Sobre un suelo de infinitos y pálidos mármoles se posan delicadas, blancas palomas. Estas rompen a volar cuando unos pasos matan al silencio. Pasos efímeros, imperceptibles, mas ellas lo han notado y han escapado. El sol atraviesa el cristáleo techo e irradia una tenue luz aterciopelada que cubre, como un cálido abrazo, la habitación.

Son solo los aromas los que te transportan a otros lugares, son solo recuerdos de los momentos mas importantes los que te impulsan a seguir adelante. La fragancia de aquella cala, una pequeña terraza roja. Una sonrisa, un ²te quiero ², en el aquel momento.

Nubeolas cortinas danzan al son del viento, y siempre una canción, llena de sentimiento, acalla los malos recuerdos.

Discretos verbos llegan a tu oído, mas retumban dentro de ti: ²siempre has sido y serás pieza fundamental en mi vida ².

Aquel dia


Una sedosa sábana es lo único que le separa de mí. Nada deja a la imaginación, ese delicado paño, modela su figura, y la envuelve, como si de un regalo divino se tratase. Solo su suave respiración pliega y despliega aquel etéreo tejido. Sus pechos perfectos se asoman tímidos. Sus labios lujuriosos, tentadores, se mueven para decirme que me acerque. Su pelo, dispuesto con un riguroso orden radial a su cabeza, se encuentra rubio resplandeciente. Zafiros engarzados en la más bella estructura persiguen mis acomplejados ojos. Llego despacio a sus labios, y los acaricio con los míos. Mi piel se eriza, se ruboriza mi cara, como aquella vez, la primera, cuando nos besamos y nos dijimos todo aquello en aquella esquina, cuando solo importabas tu, cuando solo importaba yo. Cuando al día siguiente quedamos en aquella íntima cafetería y me dijiste que me querías, como yo te explicaba lo que sentía, al ver lo que en mi corazón había. Los días pasaron, las semanas volaron, los meses olvidamos porque solo contábamos años. ¡Y aún siento lo mismo cuando veo tus azules a través de una enmarañada catarata de oro! Que bonito hubiera sido…

Grecia

Aquí estamos tú y yo, solos en nuestro paraíso terrenal. Una islita bañada por el mar Egeo, en una casa no muy grande, blanca, con dos olivos a la entrada y unos geranios rojos esparcidos en macetas, por el suelo. La casa en sí, apenas tiene paredes, es más, las pocas que hay son cortinas blancas, vaporosas, movidas por una suave brisa. Tanto el suelo como el techo son de infinitos blancos. Tú y yo estamos en una cama blanca, grande y baja. Simplemente tumbados a unos pocos centímetros. Quizás llevamos horas mirándonos embelesadamente. Yo solamente sonrío, mientras tú me acaricias el pelo. De pronto fijas tu mirada en mí y me dices –cierra los ojos- qué voz más cálida y acogedora tienes. Bajo mis párpados y me besas en la mejilla. Abro los ojos, te miro con una sonrisa, decido seguirte el juego. Vuelves a decirme tranquilamente –cierra los ojos- yo, entre carcajadas, vuelvo a cerrarlos. Esta vez me besas más cerca de mi boca hasta que tus labios se encuentran con los míos. ¡Qué beso más delicado! El tiempo se pausa, se ralentiza y por fin se detiene. Parece que tenga envidia. Como si por primera vez cejase en su empeño de envejecer al mundo y se detuviera para observarnos. Poco a poco, retiramos nuestros labios, no sé porqué lo hacemos. Ya estamos a una pequeña distancia, nos miramos. Tú me sonríes, adoro esa sonrisa que tienes, me transporta a la mayor felicidad que nadie podrá alcanzar. ¿Y tus ojos? ¡Qué azules, qué dos océanos dispuestos en tu rostro! -¿Me quieres?-preguntas, y te contesto suavemente –No, no te quiero. Lo que yo siento por ti es más profundo. Eres en esencia todo lo que necesito para vivir. No te pido que sientas lo que yo, solo te pido que no te olvides nunca de mí-. Un par de lágrimas recorren tu emocionado rostro. Sin mediar una palabra me abrazas fuertemente y me susurras al oído -Te amo-. Así, entrelazados, nos quedamos dormidos.

cristales

Cristales mas transparentes que el aire, se esparcen en pedazos por los blancos suelos. Pronto mancha a estos un charco de sangre caliente. Algunos flotan, otros se hunden. Unos ojos incrédulos miran aquello, pero estos no se percatan que es la suya propia que brota del vientre. Empapa su ropa y un frío negro sube por los pies y se encuentra con la ola roja. Dos irracionales manos corren a tapar el agujero por el que escapa su vida. Hinca las rodillas en el suelo y se clava pequeñas esquirlas teñidas de escarlata. Un breve, agudo y ahogado chillo sale de entre sus labios. Esos ojos que miraban el suelo herido, ahora miran a través de la ventana rota, perforan los míos, y mi brazo, aún extendido, sostiene una pistola y no tiembla, y le dispara a la cabeza.

El pasillo

Y con un estruendoso portazo pasé a la estancia contigua. Tuve miedo, o al menos eso pensé que tenía, mientras observaba donde me hallaba. Era un pasillo oscuro, largo y frío. No sé si fue por la oscuridad, pero mi vista no alcanzaba a ver el final. Como si la lógica de que todo tiene un término chocase y se desbaratase contra aquella irracional realidad. Las paredes eran altas y negras, de un oscuro cristalino. Toqué la pared derecha, era fría, de un material que se asemejaba al vidrio, pero no sabría describirlo. Este lugar estaba iluminado, cada aproximadamente veinte metros, por unas antiguas lámparas de gas. Alrededor de estas, me pareció ver auras que circundaban los protectores de cristal de estos apliques. Advertí también que la puerta que se encontraba tras de mí, pues aún no me había movido, estaba en el medio del pasillo. Si no en el medio, en cualquier otra parte, pero desde luego no al principio y, por supuesto, no en el final. Mi primera intención fue tratar de controlarme. No pude. Traté de forzar la puerta para volver a aquella habitación infernal de la que había escapado, y que ahora se había convertido en el Edén perdido. La empujé, la golpeé y la pateé, hasta le pedí por favor que se abriese. Al no obtener respuesta, me derrumbé. Llorando y estirándome de los pelos con desesperación, me senté frente a la puerta con la cabeza metida entre las piernas para no ver mi realidad. Lloré amargamente, tanto que ya formaba en el suelo, éste al igual que las paredes, también de un vidrio oscuro, un pequeño océano de lágrimas. Dejé de llorar, no porque no quisiera seguir haciéndolo, sino que ya no me salían más lágrimas. Trastornado, me levante y corrí hacia mi derecha, gimoteando y balbuceando frases sin sentido, como en un estado de trance. Desconocía el motivo por el cual marchaba, pero continué trotando, con los brazos ingobernados que, salvo para golpear las paredes y hacerme daño, no servían para otra cosa. Corrí largo rato y, poco después, caí inconsciente debido al cansancio. Me quedé dormido en aquel suelo vidrioso. Desconozco cuanto tiempo estuve en un mundo menos oscuro que en el que estaba entonces, pero cuando desperté noté algo distinto. No me sentía cansado a consecuencia del continuo galope anterior. Me pellizqué y no lo notaba. No le di importancia, me incorporé despacio y palpé todo mi cuerpo en busca de algo de comida o algo de beber. No encontré lo que buscaba, pero a cambio descubrí alojada en uno de mis bolsillos una pequeña linterna-llavero. Cuando la conecté y me enfoqué a los ojos, fue como ver el túnel que observan los que han tocado la muerte pero no se han quedado con ella. Apunte al suelo y este absorbía la luz, al igual que un torbellino devora cualquier rastro de esperanza. Enfoqué a la pared derecha y de la tremenda convulsión la linterna se me resbaló de los dedos y se desintegró contra el suelo. Vi algo terrorífico y macabro. Detrás del vidrio se vislumbraban, flotando, cuerpos de personas con un gesto de terror, con la piel pálida, sin pelo los hombres y las mujeres con el pelo del color carbón, muy desordenado. Los ojos eran negros, sin iris, como si se los hubieran arrancado y les hubiesen insertado dos pedazos del vidrio oscuro en sus cuencas vacías. Las manos, con uñas largas y amarillentas, se alzaban hacia la cabeza con desesperación. Me quedé sin respiración. Miraba aquellos cuerpos con los ojos muy abiertos y llenos de incredulidad, como si me hubiese dormido en mi peor pesadilla y soñara con otra peor. No quise ver más y rápidamente me coloqué entre dos lámparas, donde la luz era más débil. Entre penumbra, encogido, temblando de miedo y hambre. Hacía horas que no comía y las fuerzas comenzaban a flaquear. Me relajé, dentro de lo posible en aquella situación y continué caminando por aquel infinito corredor. Solo, con la sola compañía de mis solitarios pasos, en las sombras, empecé a cavilar si aquel corredor sería mi tumba. La idea me aterrorizaba, no quería pensar en ello, pero golpeaba con fuerza mi interior. Percibí un cambio, las luminarias estaban cada vez mas cerca unas de otras. Esto me condujo a la conclusión de que quizás hubiera un final, o al menos esa era una esperanza que yo tenía, tan efímera como una nube pero era lo único a lo que agarrarme. Me dolían los pies, así que me quité los zapatos de la forma más perezosa del mundo. Lo mismo hice con los calcetines y observé mis pies. Estaban blancos. Pero no era un blanco normal, rivalizaba con el blanco de las nieves vírgenes. Me recordaron a los cadáveres que estaban en las paredes. ¿Y mis uñas?, largas y amarillentas. Me quité la camisa, los pantalones y los calzoncillos. Estaba pálido. Supe entonces que aquel pasillo estaba vivo y se alimentaba de mí, de mi alma. Deduje que, si no quería acabar como los cadáveres de las paredes, debía llegar al final. Empecé a correr desnudo, tan rápido como mis escuálidas piernas me lo permitieron. Las luces, a cada paso que daba se hallaban mas cerca unas de otras y esto me animó gratamente. En mi vida había corrido tanto como hasta entonces, pero no sudaba por ninguno de mis poros. De normal transpiraba bastante, hasta el punto de tener que cubrir mis manos con guantes en mis clases de baile clásico. Pero ahora no sudaba nada, estaba tremendamente árido. Toqué el pelo de mi cabeza y al tacto era seco. Me miré las manos y observé que las tenía llenas de pelo. Repetí la acción, ahora el pelo caía como si mi mano fuera una cuchilla. A los pocos segundos, estaba calvo. Mis cejas y el resto de mi vello corporal también habían caído al suelo. Enloquecido, reí, y reí más cuando vi lo que me parecía a los cadáveres. En ese momento no quise correr, sino que, a carcajada hueca, anduve un rato largo. Al poco tiempo, el temor volvió a hacerse presente, pasé de la risa al llanto más desconsolado. Odié al mundo por existir, me odié a mí mismo por existir y, como la primera vez, entre sollozos me senté contra la pared. No me senté mucho tiempo, notaba algo que me abrazaba fríamente. El suelo y la pared se habían vuelto en una masa viscosa que trataba de absorberme. Pero, al clavar mis ojos en aquella masa vi dos cosas: por un lado, el suelo volvía rápidamente a su estado original; por otro, mi reflejo. En este aprecié mi pálido y pelado rostro, pero lo que más me llamaba la atención fue que no tenía iris, que mis ojos eran dos trozos de vidrio negro. Apenas sin fuerzas, me levanté y reemprendí la marcha hacia lo desconocido. Sólo sabía una cosa, que mi final estaba cerca. Anduve unos treinta metros y me desplomé en el suelo. Éste tomó rápidamente mi forma y trató de tragarme; me veía atrapado como los animales cuando caen a un pozo de brea. Me zafé como pude pero no conseguí nada. De pronto, cesó el intento del suelo. Aproveché el momento. Me arrastré como una vieja serpiente por el suelo. Me giré y observé el techo. No lo había hecho en todo el tiempo porque no había la suficiente luz. Esperaba encontrar más cadáveres, pero, en vez de eso me vi a mí mismo, de pie, sonriente, vestido, con pelo y dándome ánimos. Cuando traté de levantarme para ver más de cerca aquella esperanza, me caí debido a mi debilidad. Mi reflejo me señaló. Comenzó a reírse de mí, con una risa diabólica. Comprendí que era el propio pasillo quien había puesto ahí aquella ilusión, no sé si para reírse de mí, para abatirme totalmente, o para ambas cosas. Y aquí me encuentro, tumbado en el suelo, pálido y cada vez más frío. Sin fuerzas para llorar, estoy debatiéndome en intentar moverme, continuando mi calvario, o suicidándome, descansando por fin. De pronto, el suelo comienza a metamorfosearse, de nuevo aquel líquido viscoso trata de tragarme. Pero ahora no intento de huir, dejo que me absorba. El suelo me llega ya a la barbilla y solo sobresalen mis brazos extendidos y la cabeza. Una voz triste y melancólica sale de mis labios: “Me llamo….”

Recuerdos

Una fuerte lluvia moja mi pelo, mi gabardina y mis pantalones. Pienso en lo que acabo de hacer. Infame. La ciudad cambia cuando llueve, huele mejor, y los colores son mas vivos. Además, que decir, no hay gente, o no tanta como de costumbre. Los niños corren con sus madres a alguna cafetería, los enamorados huyen a algún portal fortuito a desatar su pasión. Mas yo, solo con mi magullada mente, dejo que la lluvia me cale. Me hace pensar, preguntándome si hice bien o si hice mal, lo hice. La tormenta increpa a una ciudad que sabe q nada puede hacer por permanecer seca. El olor a humedad llena mis alma, la culpabilidad me inquieta. Solo el sordo sonido de un trueno me despeja. Miro al cielo buscando perdón. Las lágrimas se confunden con la lluvia, no queda nada, no queda nadie. Solo yo.