jueves, 7 de enero de 2010

Humanoide

Mi corazón latía tan fuerte que pensé que me delataría. No estaba nervioso, no, si no ansioso. Había planeado al detalle cada paso, y calculado cada imprevisto. Mi coartada era perfecta, mucha gente me había visto entrar a casa de mi madre y nadie me vio salir por la ventana del baño.

Estaba sentado en una silla, entre penumbra, afilando una navaja, fría y puntiaguda. Donde me hallaba, el no podría verme hasta que fuera demasiado tarde. El sonido de la fricción de la navaja contra la piedra era mi única compañía.

El sonido de una llave sonó en el bombín de la puerta. Mi pulso se aceleró y deje de afinar. Oí como se habría y con ello me preparé. La cerró delicadamente y avanzó despacio por el pasillo con las luces apagadas, en comitiva del sonido de sus secos pasos al andar. Me levanté sigilosamente de la silla y esperé a que pasara. “Hola” dije, él se sorprendió y antes de que pudiera reaccionar le hundí la navaja en el vientre. Trató de chillar, pero ya le había tapado la boca a la vez que le volvía a apuñalar una segunda vez, y una tercera, y una cuarta, así hasta que, su cuerpo sin vida, no se pudo sostener.

Encendí la luz para ver su rostro, me asusté. La sangre, que brotaba a borbotones de su abdomen, le había cubierto por completo.

Me sentía satisfecho por lo que acababa de hacer, se lo merecía, aunque fuera de una manera tan cruenta. Escondí la navaja en el compartimiento de mi zapato izquierdo. Fui a la habitación del pobre desgraciado, me puse una de sus camisas, y me calcé uno de sus pantalones. Busque en la chaqueta de mi hermano la llave de la puerta, y justo cuando estaba a punto de irme, se me olvidé que debía lavarme las manos. Pasé por encima del cadáver. Me dirigí al baño, y me enjaboné las manos a conciencia. Una vez hube hecho aquello, salí a la calle.

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