lunes, 26 de abril de 2010

Aromas del campo

Llegamos justo cuando el sol se acostaba en la cordillera. Ella con unas horrorosas gafas de sol y apoyada en el hueco de la ventanilla y yo, conduciendo lo mas delicadamente para no perturbar a la naturaleza. Salimos en silencio del coche y me apoyé en la puerta, ella se acercó a mi, me besó y después me abrazó reconfortada. El tomillo y el romero perfumaban el ambiente con dulces fragancias. Aquel esplendido paraje era para nosotros dos. Hacia ya mucho tiempo que no me sentía así. Feliz. De pronto, giró sobre sus talones y se colocó despaldas a mí. Tomó mis brazos e hizo que la volviera a abrazar."Es bonito" dijo simplemente "si" salió de mis labios. Aun quedaba un poco de luz, esa cuando la luna y el sol se ven, y decidimos marcharnos, merecen intimidad.

Una tarde por un barrio de Bagdag

El polvo teñía su cara. Una pequeña unidad del ejército norteamericano, en la que él estaba comenzaba su ronda por un barrio de Bagdad, y tenía miedo. Civiles les miraban con una mezcla de odio y temor. Nerviosos, pues sabían que era posible una emboscada en aquel lugar. Edificios altos y medio en ruinas. De pronto, alguien gritó: “¡A retaguardia, francotirador!”. Un pequeño destello despuntaba en la derruida décima planta de lo que antes era un lujoso hotel, fue contestado con una gran ráfaga de proyectiles. Gritos sordos colapsaron sus oídos. El sargento señaló y dijo: “Subir vosotros dos y comprobar al objetivo abatido”. Él y un compañero entraron por el vestíbulo y tres niños bajaron rápidos y llorando por las escaleras. Uno de ellos, con los ojos muy negros y llenos de rabia, se le encaró, y trató de pegarle. Antes de que pudiera hacer nada, su compañero le asestó un violento golpe con la culata. El niño, sangrando e inconsciente, cayó al suelo. “Puto musulmán”, no comprendía porque su camarada lo había hecho, solo era un crío asustado, pero no dijo nada. Subieron sigilosamente por si el enemigo esperaba. Llegaron a la décima planta, y una entrecortada respiración rompía el sepulcral silencio. Se dirigieron cautelosos y descubrieron en el pasillo una desgastada pelota. Entraron a la habitación de donde provenían los ya efímeros suspiros. Un niño de unos diez años, con el pecho encharcado de sangre y sosteniendo con su mano izquierda un espejo los miraba perplejos. Un disparo del rifle de su amigo a la cabeza del muchacho, puso fin a su vida. “¡Jodido musulmán!”. Al oír aquello, despertó de su estúpido sueño patriótico, agarró fuerte por el cuello a su compañero y lo arrojó al vacío. Se sentó al lado de donde estaba el desfigurado niño, comenzó a llorar irremediablemente y sacó su pistola. Estaba arrepentido, no podía hacer frente a sus demonios. Se quitó el casco y escuchó como su unidad comenzaba a subir por las escaleras. Rozó con el frío metal su polvorienta frente, y no dudó. Disparó.