jueves, 7 de enero de 2010

Una boda

Como de costumbre, tarde. No podía fallar. Ni aunque quedáramos en un bar, ni en una terraza, ni en el altar, llegaría a su hora. No pedía que viniese pronto, tampoco puntual, incluso me hubiera dado igual que hubiese llegado quince minutos tarde. Pero una hora, ¡Qué tía! De pronto todo se para. Las puertas de la iglesia se abren perezosas. Una seda de indescriptible blanco se adentra. Oigo mis propios latidos y trago saliva. Esa seda que la recubre, cae despacio desde la cintura hasta el suelo. Un vestido de palabra de honor. Labios que evocan tranquilidad y pasión. Ojos, esos ojos del color de la tierra manchados con un poco de hierva fresca me miran. Corro hacia ella. Me paro, la miro. “Lo siento” creo que iba a decir, porque ahora la beso.

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