martes, 5 de enero de 2010

El pasillo

Y con un estruendoso portazo pasé a la estancia contigua. Tuve miedo, o al menos eso pensé que tenía, mientras observaba donde me hallaba. Era un pasillo oscuro, largo y frío. No sé si fue por la oscuridad, pero mi vista no alcanzaba a ver el final. Como si la lógica de que todo tiene un término chocase y se desbaratase contra aquella irracional realidad. Las paredes eran altas y negras, de un oscuro cristalino. Toqué la pared derecha, era fría, de un material que se asemejaba al vidrio, pero no sabría describirlo. Este lugar estaba iluminado, cada aproximadamente veinte metros, por unas antiguas lámparas de gas. Alrededor de estas, me pareció ver auras que circundaban los protectores de cristal de estos apliques. Advertí también que la puerta que se encontraba tras de mí, pues aún no me había movido, estaba en el medio del pasillo. Si no en el medio, en cualquier otra parte, pero desde luego no al principio y, por supuesto, no en el final. Mi primera intención fue tratar de controlarme. No pude. Traté de forzar la puerta para volver a aquella habitación infernal de la que había escapado, y que ahora se había convertido en el Edén perdido. La empujé, la golpeé y la pateé, hasta le pedí por favor que se abriese. Al no obtener respuesta, me derrumbé. Llorando y estirándome de los pelos con desesperación, me senté frente a la puerta con la cabeza metida entre las piernas para no ver mi realidad. Lloré amargamente, tanto que ya formaba en el suelo, éste al igual que las paredes, también de un vidrio oscuro, un pequeño océano de lágrimas. Dejé de llorar, no porque no quisiera seguir haciéndolo, sino que ya no me salían más lágrimas. Trastornado, me levante y corrí hacia mi derecha, gimoteando y balbuceando frases sin sentido, como en un estado de trance. Desconocía el motivo por el cual marchaba, pero continué trotando, con los brazos ingobernados que, salvo para golpear las paredes y hacerme daño, no servían para otra cosa. Corrí largo rato y, poco después, caí inconsciente debido al cansancio. Me quedé dormido en aquel suelo vidrioso. Desconozco cuanto tiempo estuve en un mundo menos oscuro que en el que estaba entonces, pero cuando desperté noté algo distinto. No me sentía cansado a consecuencia del continuo galope anterior. Me pellizqué y no lo notaba. No le di importancia, me incorporé despacio y palpé todo mi cuerpo en busca de algo de comida o algo de beber. No encontré lo que buscaba, pero a cambio descubrí alojada en uno de mis bolsillos una pequeña linterna-llavero. Cuando la conecté y me enfoqué a los ojos, fue como ver el túnel que observan los que han tocado la muerte pero no se han quedado con ella. Apunte al suelo y este absorbía la luz, al igual que un torbellino devora cualquier rastro de esperanza. Enfoqué a la pared derecha y de la tremenda convulsión la linterna se me resbaló de los dedos y se desintegró contra el suelo. Vi algo terrorífico y macabro. Detrás del vidrio se vislumbraban, flotando, cuerpos de personas con un gesto de terror, con la piel pálida, sin pelo los hombres y las mujeres con el pelo del color carbón, muy desordenado. Los ojos eran negros, sin iris, como si se los hubieran arrancado y les hubiesen insertado dos pedazos del vidrio oscuro en sus cuencas vacías. Las manos, con uñas largas y amarillentas, se alzaban hacia la cabeza con desesperación. Me quedé sin respiración. Miraba aquellos cuerpos con los ojos muy abiertos y llenos de incredulidad, como si me hubiese dormido en mi peor pesadilla y soñara con otra peor. No quise ver más y rápidamente me coloqué entre dos lámparas, donde la luz era más débil. Entre penumbra, encogido, temblando de miedo y hambre. Hacía horas que no comía y las fuerzas comenzaban a flaquear. Me relajé, dentro de lo posible en aquella situación y continué caminando por aquel infinito corredor. Solo, con la sola compañía de mis solitarios pasos, en las sombras, empecé a cavilar si aquel corredor sería mi tumba. La idea me aterrorizaba, no quería pensar en ello, pero golpeaba con fuerza mi interior. Percibí un cambio, las luminarias estaban cada vez mas cerca unas de otras. Esto me condujo a la conclusión de que quizás hubiera un final, o al menos esa era una esperanza que yo tenía, tan efímera como una nube pero era lo único a lo que agarrarme. Me dolían los pies, así que me quité los zapatos de la forma más perezosa del mundo. Lo mismo hice con los calcetines y observé mis pies. Estaban blancos. Pero no era un blanco normal, rivalizaba con el blanco de las nieves vírgenes. Me recordaron a los cadáveres que estaban en las paredes. ¿Y mis uñas?, largas y amarillentas. Me quité la camisa, los pantalones y los calzoncillos. Estaba pálido. Supe entonces que aquel pasillo estaba vivo y se alimentaba de mí, de mi alma. Deduje que, si no quería acabar como los cadáveres de las paredes, debía llegar al final. Empecé a correr desnudo, tan rápido como mis escuálidas piernas me lo permitieron. Las luces, a cada paso que daba se hallaban mas cerca unas de otras y esto me animó gratamente. En mi vida había corrido tanto como hasta entonces, pero no sudaba por ninguno de mis poros. De normal transpiraba bastante, hasta el punto de tener que cubrir mis manos con guantes en mis clases de baile clásico. Pero ahora no sudaba nada, estaba tremendamente árido. Toqué el pelo de mi cabeza y al tacto era seco. Me miré las manos y observé que las tenía llenas de pelo. Repetí la acción, ahora el pelo caía como si mi mano fuera una cuchilla. A los pocos segundos, estaba calvo. Mis cejas y el resto de mi vello corporal también habían caído al suelo. Enloquecido, reí, y reí más cuando vi lo que me parecía a los cadáveres. En ese momento no quise correr, sino que, a carcajada hueca, anduve un rato largo. Al poco tiempo, el temor volvió a hacerse presente, pasé de la risa al llanto más desconsolado. Odié al mundo por existir, me odié a mí mismo por existir y, como la primera vez, entre sollozos me senté contra la pared. No me senté mucho tiempo, notaba algo que me abrazaba fríamente. El suelo y la pared se habían vuelto en una masa viscosa que trataba de absorberme. Pero, al clavar mis ojos en aquella masa vi dos cosas: por un lado, el suelo volvía rápidamente a su estado original; por otro, mi reflejo. En este aprecié mi pálido y pelado rostro, pero lo que más me llamaba la atención fue que no tenía iris, que mis ojos eran dos trozos de vidrio negro. Apenas sin fuerzas, me levanté y reemprendí la marcha hacia lo desconocido. Sólo sabía una cosa, que mi final estaba cerca. Anduve unos treinta metros y me desplomé en el suelo. Éste tomó rápidamente mi forma y trató de tragarme; me veía atrapado como los animales cuando caen a un pozo de brea. Me zafé como pude pero no conseguí nada. De pronto, cesó el intento del suelo. Aproveché el momento. Me arrastré como una vieja serpiente por el suelo. Me giré y observé el techo. No lo había hecho en todo el tiempo porque no había la suficiente luz. Esperaba encontrar más cadáveres, pero, en vez de eso me vi a mí mismo, de pie, sonriente, vestido, con pelo y dándome ánimos. Cuando traté de levantarme para ver más de cerca aquella esperanza, me caí debido a mi debilidad. Mi reflejo me señaló. Comenzó a reírse de mí, con una risa diabólica. Comprendí que era el propio pasillo quien había puesto ahí aquella ilusión, no sé si para reírse de mí, para abatirme totalmente, o para ambas cosas. Y aquí me encuentro, tumbado en el suelo, pálido y cada vez más frío. Sin fuerzas para llorar, estoy debatiéndome en intentar moverme, continuando mi calvario, o suicidándome, descansando por fin. De pronto, el suelo comienza a metamorfosearse, de nuevo aquel líquido viscoso trata de tragarme. Pero ahora no intento de huir, dejo que me absorba. El suelo me llega ya a la barbilla y solo sobresalen mis brazos extendidos y la cabeza. Una voz triste y melancólica sale de mis labios: “Me llamo….”

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