martes, 1 de febrero de 2011

En recuerdo de Mell

Vagabundeaba por su parque preferido, absorto en sus matutinas reflexiones. Gorro de lana negro, roído y mil veces remendado por el que asomaba un pelo, antaño azabache y entonces canoso. Espesa barba, del mismo tono que cabello en la que se intuía una hogareña sonrisa. Transmitía confianza.Había quien le llamaba poeta, otros vagabundo con clase y cariñosamente, todos le llamaban Mell sin saber su nombre.
Quizás, aquel pintoresco personaje que irradiaba calidez, paseando peripatético y aristotélico a la vera del río Ebro, solo cruzaba unas pocas palabras al día. "Buenos días" a Javier y su pequeño perro casi tan viejo y desvencijado como él. "Bonito día" a Laura, aquella veinteañera que solía correr a media mañana. Raúl, a eso de la una de la tarde le buscaba incansable con dos bocadillos y un par de cervezas para comer con él. Quizás él, Raúl, fuera el único con el que sostenía una conversación. Era una rutina deliciosa, los dos disfrutaban de su mutua compañía. Desde que llegara Raúl hasta que se fuera, a eso de las dos y media, charlaban desde filosofía de calle hasta Nietzsche, de la antigua y bella Grecia a lo hermosura de Laura.
Nadie sabía donde dormía o si dormía. Se especulaba con la edad. Más de cincuenta era obvio, pero cuantos en realidad, era una total incógnita y si alguien le preguntaba respondía con su sonrisa oculta entre bambalinas: "Más de los que admitiría y los suficientes para ser feliz".
Aquel oscuro invierno en el que murió Mell, todos sintieron su falta. Javier y su perro, Laura la guapa. Hasta el ayuntamiento mandó hacer una escultura sedente en su banco preferido, de él mismo, donde con Raúl compartía bocadillos y cervezas, donde charlaban. Donde Raúl, su hijo, todavía le lleva bocadillos y cervezas.

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