viernes, 21 de enero de 2011

En el desierto

Necesitó un par de segundos para comprender lo que había hecho. El sol cegaba sus ojos y le obligaba a cerrarlos. Aun con los puños prietos, metió la mano en el bolsillo interior y sacó unas gafas, ridículamente de pequeñas, de sol. Miraba desde arriba, desde el pedestal del orgullo, su grotesca obra. El aire caliente perforaba su interior; sudor, que durante largo rato se había acumulado en sus cejas, caía reventando contra el suelo y mezclándose con la tierra, ávida de líquido. A unos pocos centímetros, un débil pero continuo reguero de sangre, se unió a la tierra recién humedecida. Mezcolanza que en pocos segundos tornó en un rojo oscuro, vivo no hacía mas de un minuto. Sacó un valor, un valor que no necesitaba, un valor que delataba una humanidad en su ser olvidada. Miró a sus ojos todavía abiertos.

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